ESCUCHANDO AL VIENTO

Norma Alasia

«¿Qué oímos realmente cuando oímos el viento? Si caminas desde una madera a un campo abierto, el sonido cambia, aunque es el mismo viento soplando sobre ambos. Un pino en invierno, lejos de la costa hace que el viento se comporte como un mar enojado; mientras que golpeando contra su vecino, un abedul desnudo, hace un sonido similar a una ráfaga tan suave como los platillos de un baterista de jazz.» Tim Dee (*), miércoles 12 de abril de 2017.

 

Acostumbro a dar una ojeada a la sección cultura del periódico británico The Guardian cada mañana simplemente porque me gusta y muchas veces me encuentro con notas como El hombre que entrevistó al viento. Es ahí cuando recuerdo por qué lo hago, porque leo algo diferente. Hay que buscar, es cierto, pero como se suele decir: «el que busca encuentra». También debo reconocer que esta maravillosa y soleada mañana de primavera entró por la ventana de mi habitación dándome los buenos días como una brisa fresca e intensa e influyó notablemente en mi ánimo.

Tim Dee, autor de la nota que hoy llamó mi atención, productor de radio con 27 años de experiencia, observador de aves y devoto (como él mismo dice) de la Rycote Windjammer, una funda o cubierta para micrófonos «mitad perro peludo y mitad oruga peluda», cuenta su experiencia en un programa que será transmitido por la BBC4 el 12 de abril a las 07.30 p.m. hora local.

Con la finalidad de capturar el espíritu del viento Dee viajó hasta The Wash, uno de los estuarios más grande del Reino Unido, ubicado en la costa oriental de Inglaterra.

El periodista cuenta su experiencia trabajando para la BBC y dice que en su primer día de instrucción para la radio, después de indicarles dónde tener el micrófono, les dijeron a sus compañeros y a él que tenían que evitar el viento. Pero a pesar de esto él siempre prefirió grabar al aire libre porque «el aire fresco oxigena y anima la mayoría de las conversaciones», mucho más que el odioso aire acondicionado.

Dee siente que el viento verdadero está pidiendo ser escuchado. Al final de una entrevista, a menudo se alejaba del sitio donde se encontraba con el espíritu de capturar un minuto de viento.  Porque «volviendo a grabar un minuto de viento me permite experimentar el lugar más allá de la conversación humana. En días buenos, en lugares buenos, puedo sentirme unido al paisaje. Es el viento el que me lleva allí».

«Como envejecí, aunque me gustaron la mayoría de las personas con las que hablé, me volví cada vez más interesado en escuchar el sonido del mundo después de habernos callado. Esto significa ir tras la pista salvaje, la canción de la Tierra por sí misma -viento, sobre todo, puro viento-.» Y es éste el espíritu que lo llevó a realizar un original documental que promete.

Es bueno leer en el periódico, por la mañana bien temprano, una nota como El hombre que entrevistó al viento.

 

(*) Tim Dee, además de ser productor de radio y un experto observador de aves, es un naturalista autor del libro The Running Sky y colaborador esporádico en el periódico The Guardian.

LOS MISTERIOS DE LA GATA HOLMES

ALGUNOS LIBROS QUE LEÍ EN EL VERANO DEL 2016

 

Norma Alasia

Nuestras elecciones no son casuales y haber elegido a Jirō Akagawa tiene que ver con el amor que siente mi hija hacia los manga y por mis sinceros respetos hacia sir Arthur Conan Doyle. Paso a explicar: en casa vivimos la cultura manga-anime como si estuviéramos en Japón porque Flor dedica la mayor parte de su vida a realizar mangas (texto e ilustraciones); piensa en un tema para sus historias, las desarrolla, imagina cómo son los personajes principales y los dibuja (rasgos faciales, color de ojos, de cabello, corte de pelo, manera de vestirse) y nos cuenta a Martín y a mí todo lo que se le va ocurriendo, incluso los cambios que realiza sobre la marcha. Además, invierte sus ahorros comprando mangas y mientras almorzamos siempre vemos algún anime; leyendo la biografía de Akagawa lo primero que encontré es que en sus comienzos se sintió influenciado por Osamu Tezuka, considerado padre del manga. Primera «coincidencia» acerca de mi elección.

Por otra parte, se encuentra Sherlock Holmes, figura que impactó a Jirō Akagawa desde muy joven. Cada vez que vamos a Londres pasamos por la «221B Baker Street» y una vez hasta visitamos el Museo «Sherlock Holmes». Es extraño y gracioso saber que uno está en un museo que podríamos llamar inventado, de alguien que jamás existió. Pero la vida y la literatura son pura magia, sino, miren ustedes lo que le pasó a sir Conan Doyle con su personaje más famoso. Este año simplemente pasamos por la puerta, Flor compró un libro en una librería vecina, comimos a pocos metros del Museo, sobre Baker Street, y paseamos por Regent’s Park, todo esto antes de ir al Madame Tussauds y pasar delante de la estatua del famoso detective.

En fin, estos son los dos puntos en común que tengo con el autor de La gata Holmes y que pienso que me llevaron a elegirlo; pero ahora vayamos a lo nuestro: éste es el primer libro de una serie de treinta y cinco novelas, algunas historias y antologías que Akagawa publicó acerca de esta gata calicó (una mascota igual a la suya) llamada Holmes, quien es increíblemente inteligente al punto de convertirse en la mano derecha del detective Katayama, también conocido como «princesita» entre sus pares. A este peculiar personaje se lo describe como un joven larguirucho y desgarbado, ojos y nariz redondeados, piernas muy largas y con un modo de andar que recuerda a una jirafa; además, le impresiona ver sangre. Es hijo de un famoso detective conocido como «Detective Demonio» por su habilidad para resolver crímenes, fallecido hace varios años, pero lo que en realidad llevó a Katayama a seguir los pasos de su padre fue el último deseo de su madre de que se convirtiera en un «oficial de detective magnífico», si bien ambos eran conscientes de las pocas dotes que el joven posee para esto.

Por otra parte, nos encontramos con un grupo de estudiantes de la «Universidad Femenina Hagoromo» que se prostituyen para ganar algo de dinero, una de las cuales –Yukiko Yoshidzuka– entabla amistad con él y se convierte en un personaje a tener en consideración a lo largo de la historia.
Otros de los personajes con quienes nos vamos a encontrar son: el Superintendente Shigeru Mitamura, viejo amigo de su padre, hombre de mediana edad, buen jefe pero algo irritable.
Tomō Morisaki, Decano del departamento de Literatura de la Universidad y viejo compañero de estudios de Mitamura.
Harumi, joven de unos veintiún años, hermana de Katayama, tierna y de carácter alegre, viven juntos y son muy unidos.
Tía Mitsue Kojima, cuya obsesión es ver casado a su sobrino.
Y por último: la gata Holmes, a quien su primer dueño define como «una compañera de conversación excelente». Se convierte en ayudante y amiga del detective y de su hermana por decisión propia.

La historia comienza con el cruel asesinato de una de las chicas de la Universidad; acto seguido, el Superintendente Mitamura decide encargarle la investigación del mismo a Katayama, quien no se encuentra demasiado entusiasmado con la tarea que le asignaron. Pero a medida que se interioriza acerca de lo que sucede en el campus de la Universidad y va conociendo a algunos de sus integrantes, su interés por este caso crece junto a su vida interior y al modo de relacionarse con los demás.

Se trata de un libro para recomendar a los amigos, entretenido, donde nos encontramos con un muy buen sentido del humor al mejor estilo nipón y con giros inesperados a lo largo de la historia que atrapan al lector desde la primera a la última página.
Demás está decir que de la mano de Jirō Akagawa y de La gata Holmes, algunos días de este caluroso y largo verano me resultaron más llevaderos.

 

Y por último, veamos unos datos biográficos de Jirō Akagawa: nació en Fukuoka, Japón, en 1948. Su debut en el mundo de la literatura fue en 1975 con la obra «El tren fantasma», con la cual recibió el galardón All Yomimono al autor novel de novelas de misterio. Las deducciones de Holmes, la gata calicó, llegaría en 1978 para convertirse en su bestseller; a partir de aquí, Akagawa es conocido como un escritor muy prolífero, durante sus más de treinta años de trayectoria lleva publicadas más de cuatrocientas ochenta novelas. También trabajó en la adaptación de muchas de sus obras al cine, al mundo de los videojuegos y a la televisión en formato de serie televisiva que, con el correr de los años, aparecieron en diversas cadenas de televisión niponas.

EL GATO QUE VENÍA DEL CIELO y EL JARDÍN SECRETO

ALGUNOS LIBROS QUE LEÍ EN EL VERANO DEL 2016

 

Norma Alasia

Estamos en los últimos días de verano y, aunque el calor se resiste a dejar paso al fresco y reconfortante aire otoñal, comencé a reflexionar sobre los libros que leí en estos últimos tres meses. Fueron menos de los que hubiera querido en un principio pero debo confesar que no me tracé ningún objetivo, simplemente me dejar llevar por las ganas que tenía de leer algunos autores japoneses (elegí a Takashi Hiraide y a Jirō Akagawa) que, de la misma manera que algunos autores ingleses de la época victoriana, me transportan a un mundo donde me siento cómoda aunque sus historias no siempre sean del todo felices. También leí a una autora británica, Frances Hodgson Burnett, quien llevó una vida poco común para su época.

Hoy les voy a comentar dos de los libros que me acompañaron este verano:

  • El gato que venía del cielo, de Takashi Hiraide y
  • El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett.

 

El gato que venía del cielo, de Takashi Hiraide: Este libro se demora en detalles de una exquisita belleza.

Muchas veces en lo simple encontramos lo que estamos buscando. Yo, por ejemplo, cuando leo un libro busco encontrarme bien con el mismo, busco sentirlo como una extensión de mi persona y cuando encuentro una historia simple y profunda a la vez, la abrazo bien fuerte para después guardarla en mi memoria y en mi corazón. Esto fue lo que me sucedió con la historia de Chibi y de su pareja amiga.

El autor comienza su relato hablando de una silueta que va tomando diversas formas sin mencionar en ningún momento de qué o de quién se trata, solo sabemos que se mueve y, finalmente, que emite un débil gemido. Después, a través de sus descripciones, nos lleva a visualizar una especie de mapa al mejor estilo «Google» para finalizar su recorrido en la «casita» que él y su esposa alquilaron, un lugar con una «atmósfera simple y serena» (palabras del autor) en una época del Japón para nada fácil.

Takashi se toma todo su tiempo para describir cada detalle, se detiene en lugares, personas y situaciones para, finalmente, envolverlos con esa magia y esa paz tan típicas japonesas, con una sensibilidad propia del espíritu nipón. Y así transcurre este libro lleno de imágenes simples y hermosas, para atesorar en el corazón.
Nos cuenta sobre su esposa, su matrimonio y el fin de la era Showa. Pero ésta es una historia que va más allá del amor de dos personas entre sí, para con los animales -en este caso un gato que llamaron Chibi- o para con sus semejantes.
De la mano de diferentes acontecimientos, Takashi reflexiona y nos lleva a la reflexión, quiero señalar el momento en que lo hace acerca del Destino y de la Fortuna: “Maquiavelo, según dicen, tenía la siguiente idea del destino: la Fortuna dominaba más de la mitad de la vida humana y la otra mitad, o más bien lo que quedaba de ella, trataba de hacerle frente con lo que él denominaba virtù. Para él, la Fortuna eran los trazos realizados por una diosa caprichosa de humor cambiante, como un río de desbordamientos imprevisibles.” (…) “Virtù di necessita, según Maquiavelo, esto es, mostrar coraje en situaciones complicadas, es con lo único que podemos oponernos al destino”.

El gato que venía del cielo es la primera novela de Tikashi Hiraide, con la que ganó en el año 2002 el premio «Kiyama Shohei». Después de trabajar nueve años como redactor en una editorial de Tokio decidió dedicarse de lleno a la escritura. Escribió biografías, poemas y un particular libro de viajes. Es profesor de Ciencia del Arte y Poética en la Universidad de Tama y miembro fundador del Instituto de Antropología del Arte en Tokio. Actualmente cuenta con 65 años.

 

El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett: para leerlo con calma y espíritu juvenil.

Este libro cuenta la historia de Mary Lennox, una pequeña de nueve años que vivío en la India colonial con sus padres y sus siervientes, quienes murieron en una epidemia de cólera. Por consiguiente, la pequeña a quien se la describe como solitaria; malcriada; de aspecto desagradable; cuerpo flaco y diminuto; con cabellos de color amarillo, fino y escasos; poco afectiva; indiferente y con muy mala salud es llevada a Inglaterra a casa de un tío rico pero ermitaño.

Mary no conocía el cariño ya que siempre había sido ignorada por su familia y tampoco había tenido jamás contacto alguno con otros niños. Cuando llega a destino la recibe el ama de llaves de su tío, quien le dice que vivirá en una mansión con cien habitaciones, con un enorme jardín pero le advierte que el señor Craven es un hombre muy extraño.

A la niña se le destinaron dos habitaciones y se le dio la orden de no moverse de allí, por supuesto que no le faltaba nada material pero se encontraba sola como nunca lo había estado antes, ni siquiera tenía una nurse que la ayudara a vestirse. Sólo contaba con la esperanza de que la primavera y el buen tiempo llegaran pronto para salir a jugar al jardín.

Pero en el silencio de la noche Mary siente gritos y llantos, curiosa por saber lo que está sucediendo decide salir a ver «más allá» y conoce a un niño que, podemos decir, es tan extraño como ella con quien mantiene una secreta amistad.

Con el correr de los días, el tiempo mejora y su vida cambia ya que comienza a interactuar con otras personas y empieza a disfrutar de la vida al aire libre. La naturaleza se le presenta en su magnitud y la pequeña, por primera vez en su vida, abre sus brazos y su corazón al mundo y a quienes lo habitan.

Con el transcurrir de la historia, Mary se hace de nuevos amigos con quienes descubre un jardín que hasta ese momento se encontraba oculto. A partir de aquí el manto gris que cubría su vida deja paso a la esperanza y a las ganas de vivir.

El jardín secreto, publicado por primera vez en folletines durante el otoño de 1910, es un clásico juvenil perteneciente a un tipo de literatura tranquila y placentera. Su autora, inglesa, nacida en Manchester en 1849 se trasladó con su familia a los Estados Unidos de Norteamérica donde se casó y se divorció, lo que nos muestra una persona con un carácter atípico para su época. Escribió obras para jóvenes, como “Sara Crewe» y «Princesita» y también algunos libros para adultos —»A fair barbarian» y «Through one administration»— y su autobiografía que tituló «Whom I know best of”.

El libro que hoy nos ocupa fue adaptado en más de una ocasión para cine y televisión.

Hasta aquí mi comentario, pero escuchando por YouTube una entrevista que le realizaran al Dr. Wayne Dyer donde presentaba su libro «Ahora puedo ver claramente», cuenta que cuando él era chico y frecuentaba la «Arthur Elementary School», su maestra les leía a diario, durante unos veinte minutos, fragmentos de «El jardín secreto». Y el Dr. Dyer traza un paralelo entre el jardín secreto que Mary Lennox descubre y el que todos llevamos dentro, donde podemos hacer lo que querramos, donde podemos triunfar, que es a donde va el libro. Me pareció un comentario muy interesante para compartir.

TANABATA (七夕) O EL ENCUENTRO DE LOS AMANTES JAPONESES

por Norma Alasia

 

Por supuesto que los amantes se encontrarán siempre y cuando no llueva, más adelante vamos a ver por qué.
¿Y cuándo se celebra esta famosa fiesta japonesa conocida también como El Festival de las Estrellas? Desde 1873, que fue cuando en Japón se adoptó el calendario gregoriano, el día que se festeja el Tanabata es el 7 de julio pero en las regiones donde todavía apoyan el antiguo calendario para fijar sus festividades, lo celebran en el  mes de agosto.

El Tanabata, de origen chino, llegó a Japón durante el período Nara (710-794), aunque en ese entonces lo celebraban solo los aristócratas de la corte imperial con concursos de poesía que realizaban escribiendo versos mientras observaban las estrellas. Fue recién durante el período Edo (1603-1868) cuando el festival comenzó a ser celebrado también por el pueblo, de donde nació la costumbre de escribir deseos en tiras de papel (tanzaku) y colgarlas en las ramas de bambú.
En la actualidad, para el Tanabata la gente escribe a mano sus deseos en pequeños trozos de papel rectangulares y de colores llamativos y los cuelgan en las ramas de los árboles de bambú dispuestos para la ocasión.

 

LA LEYENDA QUE DIO ORIGEN AL TANABATA

El Emperador de Jade (en China)/ Dios celestial Tenkou (en Japón) tenía una hija llamada Zhinu (“la muchacha tejedora” en China)/ Orihime (“princesa de los tejidos” en Japón), a la que con frecuencia se representa tejiendo nubes de colores en el cielo y que, en la versión japonesa de esta leyenda, trabaja con un telar llamado Tanabata, junto a un río en el cielo llamado Amanogawa, la Vía Láctea.
Un día, la princesa tejedora conoció a un modesto pastor llamado Niulang (China) / Kengyu (Japón). Ambos, al verse, se enamoraron loca y apasionadamente, hasta el punto en el que los dos enamorados empezaron a descuidar sus labores para estar juntos. Esto hizo que el Emperador de Jade/Dios celestial Tenkou se enfureciera tanto que les prohibiera verse más y los situó a cada uno en una orilla distinta del río, es decir, de la Vía Láctea.
La princesa, muy triste, rogó a su padre poder ver a su amado una vez más. Finalmente, este se apiadó y permitió a los amantes que pudieran volver a encontrarse en un puente sobre el río una vez al año, la séptima noche del séptimo mes. Pero esto solo sucede si el Emperador de Jade/Dios celestial está contento con el trabajo de su hija y hace que esa noche no llueva porque, sino, no podrán verse hasta el año siguiente. (De: cuentosdelmundo.com)

En realidad esta leyenda no hace más que explicar un fenómeno que se puede observar en el firmamento, ya que la estrella Vega se encuentra situada al Este de la Vía Láctea y la estrella Altair está al Oeste. Sin embargo, durante el primer cuarto lunar (séptimo día) del séptimo mes lunar, las condiciones lumínicas hacen que la Vía Láctea parezca más tenue, como si un puente uniera las dos estrellas.
Lo curioso es que el 7 de julio mucha gente ora para que no llueva y los amantes puedan encontrarse.

 

EL MES DE JULIO, también llamado…

Según el antiguo calendario japonés, el mes de julio recibía el nombre de Fumizuki, “el mes de las letras” porque, como mencionamos anteriormente, durante el Tanabata existía la constumbre de ofrendar poemas y escritos. Pero existe otra versión que dice que es “el mes en que las espigas de arroz se hacen visibles” porque en este período madura el arroz.
Otros nombres que recibe el mes de julio son: Akihatsuki, “el mes en el que comienza el otoño”; Tanabatatsuki, “el mes del tanabata“ y Medeaizuki, “el mes de los enamorados”, en referencia a Orihime y Hikoboshi

 

 EL FESTIVAL DE LAS ESTRELLAS EN «EL TREN NOCTURNO DE LA VÍA LACTEA», de  Kenji Miyazawa 

Kenji Miyazawa nació en la ciudad de Hanamaki, Japón, el 27 de agosto 1896. Fue (y es) un poeta y escritor de literatura infantil, muy popular en la actualidad. Desde muy joven se dedicó a la escritura, con solo 13 años compuso su primer tanka (poema) y a los 21 publicó cuentos ingenuos y con un toque de humor en los periódicos locales de su ciudad; pero su activa etapa de producción literaria se da luego de la muerte de su hermana, cuando el escritor contaba con 26 años. Si bien siguió sus estudios en la Universidad de Agricultura y Silvicultura de Morioka e incluso trabajó como Ingeniero Agrónomo, nunca dejó de escribir, siendo reconocido con gran éxito por parte de la crítica literaria de su época. Escribía sus historias con la intención de acercar a las personas más simples, la enseñanza del Budismo Mahāyāna, especialmente a los niños.
Además, se interesó por la idea de una lengua común internacional, lo que lo llevó a estudiar esperanto y traducir algunos de sus poemas a este idioma.
Pero el destino quiso que este escritor encontrara la muerte con solo 37 años, luego de sufrir una neumonía aguda.
La mayor parte de sus trabajos se conocieron después de su muerte: El tren nocturno de la Vía Láctea (publicado en 1934) está considerada su obra más representativa; como dato curioso queremos señalar que la reescribió en cuatro ocasiones durante diez años antes de considerarla terminada. También encontramos: Matazaburo, el genio del viento (el título de esta historia, escrita en 1924, hace referencia al viento que sopla a principios de septiembre desde Japón central hacia la isla de Hokkaido) ; Gauche, el violonchelista (cuento repleto de situaciones humorísticas y enternecedoras que trata acerca de un músico mediocre que luego de recibir consecutivas visitas nocturnas de pequeños animales que lo obligan a practicar con su violín, consigue realizar una representación que despierta la admiración entre la gente de su pueblo y el reconocimiento de sus colegas ); El restaurante de los muchos pedidos, Viaje por la nieve y el poema Sin dejarse vencer por la lluvia, que resume su manera personal de ver el mundo.
Para quienes se encuentren en Japón y estén interesados en conocer más de cerca a este autor, les contamos que en el museo «Kenji Miyazawa», ubicado en la ciudad de Hanamaki, pueden ver su gramófono y su colección de discos de Beethoven, ya que el escritor era un apasionado por la música clásica.

 

¿Y de qué trata El tren nocturno de la Vía Láctea? De dos niños: Giovanni y Campanella; sí, tienen nombres italianos ya que Miyazawa se inspiró en la obra Corazón, de Edmundo De Amicis, y eligió los nombres de los protagonistas de su historia por creer que contribuirían a dar un ambiente más imaginario al relato.
Según lo que podemos leer en el prólogo de este libro, escrito por Montse Watkins en la edición de 1996: «El tren nocturno de la Vía Láctea combina elementos espirituales y científicos, y realiza una curiosa mezcla entre el cristianismo y el budismo. Mientras que la descripción del viaje, que empieza en la constelación de la Cruz del Norte y termina en la de la Cruz del Sur, así como la de algunos personajes son claramente cristianas, el concepto de cruzar la Vía Láctea para alcanzar el paraíso es una analogía del río Sanzu, que separa este mundo del más allá, según la doctrina budista. También la ‘Columna de los Deseos’, una columna atravesada por un anillo de hierro giratorio, existía antaño como un instrumento de plegaria budista.
Giovanni, un niño pobre y solitario, quiere marcharse muy lejos de su pueblo. De repente, se encuentra viajando por el espacio en un extraño tren que conduce al más allá a los espíritus de los muertos y donde viaja también su amigo Campanella; pero no sabe que es el único viajero con billete de vuelta, que le permitirá regresar al mundo de los vivos. Su ansiedad por disfrutar de la amistad con Campanella y su evolución hasta superar el egoísmo y desear ‘la felicidad para todos’, incluso a costa del autosacrificio, constituyen el ritmo del relato.
Miyazawa se inspiró en el campo de su tierra natal para los paisajes de este relato, mientras que para la Fiesta de las estrellas lo hizo en la tradicional celebración de Tanabata, que tiene lugar en Japón durante el mes de julio”.

 

Y ahora disfrutemos de las maravillosas descripciones que Kenji Miyazawa nos brida, acompañados por una tibia taza de té, en el Capítulo 5 de El Tren nocturno de la Vía Láctea:

 

LA COLUMNA DE LOS DESEOS
«Detrás de la granja, la pendiente de la colina se suavizaba. Sobre la oscura y llana cima se veía la Osa Mayor, borrosa y más baja que de costumbre, en el cielo del norte.
Giovanni fue subiendo por el pequeño camino del bosque cubierto ya de rocío que, abriéndose paso en medio de las negras hierbas y los arbustos de distintas formas, resplandecía como una línea blanca a la luz de las estrellas. Entre el herbaje, unos insectos mostraban su brillo azulado y algunas hojas se veían de un verde translúcido. Le recordaron los farolillos que antes habían llevado sus compañeros al río.
Tras cruzar el oscuro bosque de pinos y robles, apareció el cielo abierto y en él, la Vía Láctea, que se extendía blanquecina de sur a norte. En la cima de la colina se alzaba la Columna de los Deseos, rodeada de campanillas y crisantemos silvestres que exhalaban su perfume como en un sueño. Un pájaro pasó cantando. Giovanni subió hasta la cima y echó su cuerpo cansado sobre la hierba fresca al pie de la columna.
Las luces del pueblo, allá abajo, en medio de la oscuridad, parecían las de un palacio en el fondo del mar. De vez en cuando se escuchaban débilmente las canciones, silbidos y risas de los niños. La hierba de la colina se balanceaba suavemente bajo el viento que soplaba desde algún lugar lejano. Giovanni, con la camisa empapada de sudor, comenzó a sentir fresco.
El sonido de un tren llegó desde la llanura. Se veía la hilera de ventanillas, pequeñas y rojizas, a través de las cuales muchos viajeros pelaban manzanas y conversaban animadamente. Intentando imaginar lo que estaría haciendo aquella gente, se sintió de nuevo invadido por la tristeza y levantó la vista al cielo. Por mucho que mirase, no podía creer que aquello fuera un lugar desierto y frío, como lo había descrito el maestro. Al contrario, cuanto más miraba, más se asemejaba al campo, con sus pequeños bosques, sus granjas…
Ante sus ojos, la azulada estrella Vega parecía dividirse en tres o cuatro puntos brillantes, sus brazos parecían extenderse y encogerse, adoptando la forma alargada de hongo. Incluso el pueblo empezó a tomar el aspecto de un borroso grupo de estrellas o de una gran nube de humo.”

 

 

 

 

TÉ (cuento corto)

Héctor Hugh Munro, conocido como Saki, nació en Akyab -Birmania- el 18 de diciembre de 1870 cuando este país pertenecía al Imperio Británico y falleció el 14 de noviembre de 1916, en Francia, dos años después de haberse enrolado como voluntario en el ejército por la Primera Guerra Mundial. Fue periodista, escritor de cuentos cortos, relatos, novelas y obras de teatro.
Saki es considerado por muchos uno de los fieles representantes del cuento de humor inglés junto con Kipling, Mansfield y H.G.Wells, como podrán apreciar en el cuento que hoy les traemos. Entre sus admiradores encontramos a Jorge Luis Borges y a Graham Greene.

 

Saki (Héctor Munro)
Británico (1870-1916)

James Cushat-Prinkly era un joven que siempre había abrigado la firme convicción de que un día de estos iba a casarse; y hasta los treinta y cuatro años de edad no había hecho nada para justificarla. Quería y admiraba a un gran número de mujeres, en conjunto y desapasionadamente, sin dedicar a una en particular ninguna consideración matrimonial, lo mismo que uno puede admirar los Alpes sin por ello querer ser dueño de un pico en concreto. Su falta de iniciativa a este respecto despertaba cierto grado de impaciencia entre las mujeres románticas del círculo hogareño. Su madre, sus hermanas, una tía que vivía con ellos y dos o tres comadres íntimas contemplaban su moroso acercamiento al estado conyugal con una desaprobación que harto distaba de ser muda. Sus coqueteos más inocentes eran vigilados con la intensa avidez con que un grupo de foxterriers escrutaría los más leves movimientos de un ser humano que diera razonables indicios de poder sacarlos a pasear. Ningún mortal de corazón decente resiste durante mucho tiempo las súplicas de varios pares de ojos perrunos anhelantes de un paseo; James Cushat-Prinkly no era tan terco o indiferente a las influencias caseras como para hacer caso omiso del deseo expreso de su familia de que se enamorara de alguna chica agradable y casadera; y cuando su tío Jules abandonó esta vida y le legó una no muy modesta herencia, de veras pareció que lo correcto sería acometer la empresa de descubrir a alguien con quien compartirla. Llevaba adelante este proceso de descubrimiento más por la fuerza del peso y las sugerencias de la opinión pública que por iniciativa propia. La clara mayoría de sus parientes y las ya mencionadas comadres habían escogido a Joan Sebastable como la joven más idónea de su grupo social para que él le propusiera matrimonio; y James se fue acostumbrando a la idea de que Joan y él pasarían juntos por las etapas obligatorias de las felicitaciones, los regalos, los hoteles noruegos o mediterráneos y la ulterior vida doméstica. Empero, había necesidad de preguntarle a la dama su opinión al respecto. Hasta la fecha la familia había manejado y dirigido el galanteo con habilidad y discreción, pero la propuesta en sí tendría que ser un esfuerzo individual.

Cushat-Prinkly cruzaba por Hyde Park con dirección a la residencia de los Sebastable en un estado de ánimo de moderada complacencia. Ya que había que hacerlo, le alegraba saber que iba a salir de ello esa misma tarde. Proponer matrimonio, incluso a una muchacha tan agradable como Joan, era un asunto más bien molesto; pero no se podía pasar una luna de miel en Menorca y después toda una vida de felicidad conyugal sin cumplir con este requisito. Se preguntaba cómo sería en realidad Menorca en cuanto sitio de visita; se la imaginaba como una isla en perpetuo medio luto, con gallinas de Menorca blancas y negras correteando por todas partes. Quizás no tendría nada de eso vista de cerca. Personas que habían estado en Rusia le habían contado que no recordaban haber visto allí patos de Moscú, así que a lo mejor no había gallinas de Menorca en esa isla.

Sus reflexiones mediterráneas fueron interrumpidas por la campana de un reloj al dar la media hora. Las cuatro y media. Frunció el entrecejo en señal de disgusto. Llegaría a la mansión de los Sebastable a la hora precisa del té. Joan estaría sentada frente a una mesa baja y tendida con una variedad de teteras de plata, jarritas de crema y delicadas tacitas de porcelana, detrás de las cuales surgiría el agradable campanilleo de su voz en una serie de preguntas intrascendentes sobre el té fuerte o claro; cuánta, si acaso, azúcar, leche o crema; y así sucesivamente. «¿Es un terrón? Lo he olvidado. Le gusta con leche, ¿verdad? ¿Desearía más agua caliente, si le quedó muy fuerte?»

Cushat-Prinkly había leído de estas cosas en cantidades de novelas; y en cientos de experiencias reales había comprobado que se ajustaban a la verdad. Millares de mujeres, a esta hora solemne de la tarde, recibían en medio de exquisitos cubiertos de plata y porcelana, mientras sus agradables voces tintineaban en un chorro de preguntas intrascendentes y solícitas. Cushat-Prinkly detestaba todo aquel engranaje del té de la tarde. Según su teoría de la vida, toda mujer debía tenderse en un diván o en un sofá, hablar con seducción incomparable o contemplar pensamientos indecibles, o podía limitarse a estar callada como un objeto para ser contemplado; y, descorriendo una cortina de seda, un pajecito egipcio debía traer en silencio una bandeja cargada de tazas y golosinas, que serían aceptadas sin palabras, así como así, sin tanta cháchara acerca de la crema, el azúcar y el agua caliente. Si de veras el alma de uno estaba encadenada a los pies de la amada, ¿cómo era posible hablar juiciosamente de té aguado? Cushat-Prinkly nunca había expresado sus opiniones sobre el tema a su madre; ella estaba acostumbrada a toda una vida de trinar agradablemente a la hora del té, detrás de primorosos objetos de plata y porcelana, y si le hubiera hablado de divanes y pajecitos egipcios, le habría recomendado pasar una semana de vacaciones en la costa. Y fue así como, mientras atravesaba una maraña de callejuelas que conducían indirectamente a la elegante alameda de Mayfair, que era su destino, el pavor de enfrentarse a Joan Sebastable en su mesa de té se apoderó de él. Se le ofreció una salvación pasajera: en un piso de una casita angosta del lado más ruidoso de la calle Esquimaut vivía Rhoda Ellam, una especie de prima lejana que se ganaba la vida fabricando sombreros con materiales muy costosos. Los sombreros de veras parecían venidos de París; pero los cheques que recibía por ellos no parecían, por desgracia, destinados a viajar a París. Así y todo, Rhoda daba la impresión de encontrar divertida la vida y de pasarla bastante bien pese a las estrecheces. Cushat-Prinkly decidió subir a su piso y aplazar una media hora el importante asunto que tenía entre manos. Si prolongaba la visita podía arreglárselas para llegar a la mansión de los Sebastable después de que la última pieza de fina porcelana hubiera sido levantada.

Rhoda lo invitó a pasar a un cuarto que parecía servir de taller, sala y cocina, y que era tan admirablemente pulcro como cómodo.

-Me estaba preparando un bocadillo -anunció ella-. Hay caviar en el pote que tienes a tu lado. Empieza con ese pan moreno con mantequilla mientras corto un poco más. Búscate una taza; la tetera está detrás de ti. Y ahora cuéntame montones de cosas.

No volvió a referirse a la comida, sino que echó a hablar en forma amena e hizo charlar del mismo modo al visitante. Mientras tanto, cortó el pan con magistral destreza y sacó pimienta roja y rodajas de limón, cuando tantas otras mujeres sólo habrían sacado excusas y razones por no tener estos aditamentos. Cushat-Prinkly descubrió que estaba disfrutando de un excelente té sin tener que contestar tantas preguntas como las que tendría que absolver un ministro de agricultura durante una epidemia de peste bovina.

-Y ahora dime por qué has venido a verme -dijo de pronto Rhoda-. No sólo despiertas mi curiosidad, sino también mi instinto comercial. Espero que hayas venido por lo de los sombreros. Me enteré de que el otro día recibiste una herencia y, claro, se te ocurrió que sería un gesto muy hermoso y conveniente de tu parte celebrar el suceso comprándoles unos sombreros despampanantemente caros a todas tus hermanas. Puede que no te lo hayan mencionado, pero estoy segura de que la misma idea se les ocurrió a ellas. Desde luego, con las ferias hípicas encima, estoy con el agua al cuello; pero en mi profesión estamos enseñadas a eso: vivimos con el agua al cuello… como Moisés niño.

-No vine por lo de los sombreros -dijo el visitante-. En realidad, no creo haber venido por nada tan especial. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a visitarte. Sin embargo, ahora que hemos estado conversando se me ha venido a la cabeza una idea bastante importante. Si te olvidas de las ferias por un momento y me prestas atención, te contaré qué es.

Unos cuarenta minutos después James Cushat-Prinkly regresó al seno de su familia con un importante anuncio:

-Estoy comprometido en matrimonio.

La noticia fue recibida con una arrebatada explosión de felicitaciones y autocomplacencias.

-¡Ah, ya lo sabíamos! ¡Lo veíamos venir! ¡Lo predijimos hace semanas!

-Apuesto a que no -dijo Cushat-Prinkly-. Si alguna de ustedes me hubiera dicho hoy al mediodía que yo iba a pedirle a Rhoda Ellam que se casara conmigo y que ella me iba a aceptar, me habría reído de semejante idea.

La precipitación romántica de aquella aventura compensó en algo la despiadada negación de los pacientes esfuerzos y hábiles intrigas llevadas a cabo por las mujeres que rodeaban a James. Les costó bastante tener que desviar, sin previo aviso, su entusiasmo por Joan Sebastable a Rhoda Ellam; pero, después de todo, se trataba de la futura esposa de James; y los gustos de él tenían cierto derecho a ser tomados en cuenta.

Una tarde de septiembre de aquel año, pasada ya la luna de miel en Menorca, Cushat-Prinkly entró al salón de su nueva casa en la plaza de Granchester. Rhoda estaba sentada ante una mesa baja, rodeada de exquisitas porcelanas y de lustrosas platas. Al tiempo que le tendía una taza, le preguntó, con un agradable tintineo en la dicción:

-Te gusta más claro, ¿verdad? ¿Le pongo más agua caliente?, ¿no?

LA FUENTE DE LA JUVENTUD

 

(Anónimo japonés)

Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa se llamaba Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tiene derecho a morir. Cuando una persona se enferma lo mandan a la isla vecina, y si por casualidad muere alguien sin síntomas, envían el cadáver a toda prisa a la otra ribera.

La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es más azul y transparente de lo que se puede imaginar, mientras que el aire es nítido y diáfano.

Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, que los admiraba por dos virtudes: su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y el amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.

El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y este solo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar.

Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa construyeron un altar en memoria de sus hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Pero Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de alguno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!

Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque y observar los árboles tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tantos años trabajando allí y  nunca se había fijado en que debajo del mayor árbol había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de la hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. Aquel agua tenía un poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.

Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.

A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia. Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia la casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.

UNA HABITACIÓN CON VISTAS

Hace unos meses volví a leer este libro después de ver la película homónima. El libro lo disfruté mucho pero el film no tanto, aunque ganó varios premios como el Oscar y el Bafta; creo que en algunos casos se nota el paso del tiempo y para mí eso es lo que sucedió con esta película.
Hoy quiero compartir con Ustedes un pequeño fragmento del capítulo XVI llamado «Mintiendo a George» porque es una de las partes que más me gustan ya que el personaje de George es mi preferido.
En cuanto al autor, E.M.Forster, podemos decir que nació en Londres en 1879 y se educó en la Universidad de Cambridge, donde cursó estudios de literatura clásica e historia. «Habitación con vistas», su segunda novela, fue escrita en 1908 y está ambientada en su primera parte en la ciudad de Florencia (Firenze en italiano) y después continúa en Inglaterra.
Forster vivió en Inglaterra, Italia, Grecia e India y es autor de un maravilloso libro llamado «Pasaje a la India» escrito en 1924; aunque viajó por toda Europa. A lo largo de su vida escribió novelas, ensayos, biografías, cuentos, libros de viajes e incluso fue coautor del libreto de la ópera de Benjamin Britten, «Billy Budd» (1951) junto con Eric Crozier. Murió en Coventry, en 1970.

 

 

Edward Morgan Forster
(Londres, 1879; Coventry, 1970)

No querrá decir —dijo él sin tener en cuenta en absoluto a la señorita Bartlett—, no querrá decir que usted se casará con ese hombre…
La pregunta no era de esperar y Lucy se encogió de hombros, como si la vulgaridad de él la desalentara.
—Usted me resulta totalmente ridículo —dijo pausadamente.
En ese momento las palabras de George se levantaron por encima de las de ella:
—Usted no puede vivir con Vyse. Sólo es bueno para una amistad. Es bueno para la vida de sociedad y las conversaciones cultas, pero no es capaz de intimar con nadie y menos todavía con una mujer.
Era una nueva luz proyectada sobre el carácter de Cecil.
—¿Ha hablado alguna vez con Vyse sin sentirse cansada?
—Apenas puedo discutir…
—No, pero ¿ha podido alguna vez? Es la clase de gente que están muy bien cuando hablan de libros, pinturas, pero matan cuando se relacionan con la otra gente. Por esta razón hablaré justamente ahora para tentar la suerte. En cualquier caso, es triste perderla, pero generalmente un hombre debe abstenerse de la felicidad, y yo me retiraría si Cecil fuera una persona distinta. Nunca me hubiera permitido intervenir. Lo conocí en la National Gallery, cuando no pudo más que entrometerse porque mi padre había pronunciado mal los nombres de los grandes pintores. Luego nos instaló aquí y nos encontramos con que había jugado una mala pasada a un pobre vecino. Esto es lo que le interesa al hombre: jugar pasadas a la gente, como la forma más sublime de vida que puede conseguir. Más tarde, los encuentro a los dos juntos y veo que la está protegiendo y adoctrinando y que su madre se molesta por ello, cuando era a usted a quien le tocaba demostrar si se sentía molesta o no. De nuevo esto es lo que interesa a Cecil, porque nunca permite que una mujer decida. Él es el tipo que retrasa a Europa en cien años. A cada minuto de su vida la está formando a usted, diciéndole lo que es encantador o divertido o propio de una dama; diciéndole lo que un hombre cree que es propio de una mujer, y usted escucha su voz, como hacen todas las mujeres, en vez de escuchar la suya propia. Así sucedió en la rectoría, cuando volví a encontrarlos juntos; así ha sido durante toda esta tarde. Por esa razón, es decir «no por esa razón» la besé, porque el libro me hizo hacerlo y hubiera deseado haber tenido mayor autocontrol. Pero no estoy avergonzado ni pido disculpas. Sin embargo, sé que la he asustado y no se da cuenta de que la amo. ¿Acaso podría decirme que lo hice, que traté un asunto tan tremendamente serio con tal frivolidad? Por esta razón… por esta razón decidí luchar contra Cecil.
A Lucy se le ocurrió una objeción muy buena.
—Usted me dice que el señor Vyse quiere que lo escuche, señor Emerson. Perdóneme por sugerirle que usted ha cogido el mismo hábito.
Pero George encajó el vanidoso reproche y lo transformó en un concepto inmortal diciendo:
—Sí, es verdad —y se abatió como si, repentinamente, se sintiera cansado—. En el fondo soy el mismo tipo de bestia. Este deseo de gobernar a una mujer existe muy profundamente, y hombres y mujeres deben luchar juntos contra él antes de entrar en el paraíso. Pero de verdad te amo, seguramente de una manera mejor que la suya —y se quedó pensativo—. Sí, realmente de una manera mejor. Quiero que tengas tus propios pensamientos incluso cuando te estreche en mis brazos —y alargó sus brazos en su dirección—. Lucy, decídete pronto; no tenemos tiempo para hablar ahora; ven a mí como viniste en la primavera y, más tarde, seré bueno y te lo explicaré todo. He vivido pendiente de ti desde que murió aquel hombre y no puedo vivir sin ti. «No puede haber felicidad —pensé—, ella va a casarse con otro». Pero te he encontrado de nuevo cuando toda la tierra es una gloria de agua y de sol. Cuando llegaste a través del bosque, me di cuenta de que nada más importaba y lo dije, dije que quería vivir y probar mi suerte en la felicidad.
—¿Y el señor Vyse? —dijo Lucy, que se mantenía loablemente tranquila—. ¿Acaso él no importa? ¿Acaso no importa el hecho de que ame a Cecil y que muy pronto voy a ser su esposa? Un detalle sin importancia, supongo.
Pero él alargó los brazos por encima de la mesa en dirección a ella.
—¿Puedo preguntarle qué intenta ganar con esta exhibición?
—Es nuestra última oportunidad; yo haré todo lo que pueda —respondió él, y como si ya lo hubiera dicho todo se volvió hacia la señorita Bartlett, que permanecía sentada como un presagio que resaltara en el cielo del atardecer—: Usted no podrá separamos esta segunda vez si ha comprendido algo. He estado en las tinieblas y volveré a ellas a no ser que usted intente comprender.
La larga y estrecha cabeza de la señorita Bartlett se movió hacia delante y hacia atrás, como si derribara algún obstáculo invisible. No respondió.
—Es ser joven —dijo él tranquilamente, recogiendo su raqueta y preparándose para marchar—. Es seguro que yo le importo a Lucy de verdad, porque amor y juventud cuadran intelectualmente.
Las dos mujeres miraron hacia él en silencio. Sabían que sus últimas palabras eran puras tonterías, pero ¿se iba o no después de ese último despliegue? ¿Acaso el bruto, el charlatán, intentaría acabar con un final más dramático? No. Aparentemente tenía bastante. Las dejó cerrando cuidadosamente la puerta de salida y lo vieron a través de la ventana del recibidor subir el camino y empezar a trepar por los desniveles blanqueados de helechos detrás de la casa. El gato se les había comido la lengua, pero escondidamente estallaban de alegría.

RECORDAMOS A JORGE LUIS BORGES

 

Norma Alasia

En casa admiramos y respetamos a Jorge Luis Borges.
Mi marido tuvo la suerte de que el Maestro visitara su escuela cuando él estaba cursando la Primaria (Escuela Normal Superior en Lenguas Vivas N° 2 “Mariano Acosta”, de Buenos Aires); ¡cómo lo envidio! A mi hija, que frecuenta la Escuela Superior Artística «Olivieri» en la ciudad de Brescia, Italia, uno de sus profesores le recomendó que leyera a Borges (me sentí orgullosa, por supuesto). Y en cuanto a mí, comencé a leerlo porque mi tío Oscar me prestó «El Inmortal», a quien voy a estar agradecida por siempre.
El 14 de Junio de 1986 murió en Ginebra a los 87 años, el escritor argentino Jorge Luis Borges.
Su biografía se puede encontrar fácilmente por lo que no consideramos necesario exponer en este blog sus datos biográficos. Nosotros decidimos homenajearlo recordando sus pensamientos y sus palabras, que lo distinguen por sobre los demás.

 

1941
Borges y el cine

«Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado!

El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso filme The Power and the Glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadora e infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo.

Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton – The Head of Caesar, creo -, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como ‘perduran’ ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.»

Crítica que Borges escribió sobre Citizen Kane (1941), película dirigida por Orson Wells. El texto fue publicado en la Revista Sur Nº 83, edición perteneciente al mes de agosto de 1941. (De: http://enfilme.com/notas-del-dia/la-critica-de-jorge-luis-borges-a-citizen-kane-y-la-respuesta-de-orson-welles)

¡Cuánto daría por leer en la actualidad una crítica como ésta! Aunque sería peligroso para mí porque sé que me perdería en la escritura olvidándome de la crítica en sí.

 

1982
Juan López y John Ward

«Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos.

Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer El Quijote.

El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte. Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.

Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.

El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.»

El 2 de abril de 1982, la República Argentina intentaba recuperar su soberanía sobre las islas Malvinas. Es el comienzo de una guerra absurda, como todas las guerras. ¿El fin? Se resume en el título de una nota que encontré en la red: «El fin de la guerra de Malvinas: dos meses y 1.000 muertos después» (http://www.abc.es/20100614/archivo-historia-abc/guerra-malvinas-thatcher-galtieri-201006142020.html)

A esa infame guerra Borges le dedicó «Juan López y John Ward». Siempre pienso que si yo, en vez de ser mujer hubiera sido hombre, hubiera tenido que ir a Malvinas. En abril de 1982 tenía 18 años y de todo lo que leí y de todas las canciones que escuché acerca de ese conflicto, las breves palabras que le dedicó Jorge Luis Borges fueron las que resumieron lo que yo sentía.
Muchos años después, en septiembre de 2012, mi familia y yo visitamos la Catedral de St.Paul, en Londres y ahí nos enteramos que al finalizar la guerra en esa Catedral se celebró una misa en memoria de todos los muertos, sin importar la nacionalidad. También ese día volví a recordar las palabras del Maestro Jorge Luis.

 

1986

«Majestades, señoras y señores: El destino del escritor es extraño, salvo que todos los destinos lo son; el destino del escritor es cursar el común de las virtudes humanas, las agonías, las luces; sentir intensamente cada instante de su vida y, como quería Wolser, ser no sólo actor, sino espectador de su vida, también tiene que recordar el pasado, tiene que leer a los clásicos, ya que lo que un hombre puede hacer no es nada, podemos simplemente modificar muy levemente la tradición; el lenguaje es nuestra tradición. El escritor tiene una desventaja: el hecho de tener que operar con palabras, y las palabras, según se sabe, son una materia deleznable. Las palabras, como Horacio no ignoraba, cambian de connotación emocional, de sentido; pero el escritor tiene que resignarse a este manejo, el escritor tiene que sentir, luego soñar, luego dejar que le lleguen las fábulas; conviene que el escritor no intervenga demasiado en su obra, debe ser pasivo, debe ser hospitalario con lo que le llega y debe trabajar esa materia de los sueños, debe escribir y publicar, como decía Alfonso Reyes, para no pasarse la vida corrigiendo los borradores, y así trabaja durante años y se siente solo, vivo en una suerte de sueñosismo; pero si los astros son favorables, uso deliberadamente las metáforas astrológicas, aunque detesto la astrología, llega un momento en el cual descubre que no está solo. En ese momento que le ha llegado, que le llega ahora, descubre que está en el centro de un vasto círculo de amigos, conocidos y desconocidos, de gente que ha leído su obra y que la ha enriquecido, y en ese momento él siente que su vida ha sido justificada. Yo ahora me siento más que justificado, me llega este premio, que lleva el nombre, el máximo nombre de Miguel de Cervantes, y recuerdo la primera vez que leí el Quijote, allá por los años 1908 ó 1907, y creo que sentí, aún entonces, el hecho de que, a pesar del titulo engañoso, el héroe no es don Quijote, el héroe es aquel hidalgo manchego, o señor provinciano que diríamos ahora, que a fuerza de leer la materia de Bretaña, la materia de Francia, la materia de Roma la Grande, quiere ser un paladín, quiere ser un Amadís de Gaula, por ejemplo, o Palmerín o quien fuera, ese hidalgo que se impone esa tarea que algunas veces consigue: ser don Quijote, y que al final comprueba que no lo es; al final vuelve a ser Alonso Quijano, es decir, que hay realmente ese protagonista que suele olvidarse, este Alonso Quijano. Quiero decir también que me siento muy conmovido, tenía preparadas muchas frases que no puedo recordar ahora, pero hay algo que no quiero olvidar, y es esto: me conmueve mucho el hecho de recibir este honor en manos de un Rey, ya que un Rey, como un Poeta, recibe un destino, acepta un destino y cumple un destino y no lo busca, es decir, se trata de algo fatal, hermosamente fatal, no sé cómo decir mi gratitud, solamente puedo decir mi innumerable agradecimiento a todos ustedes …
Muchas gracias.»

Este texto pertenece al Discurso que Borges dio en 1979 al recibir el Premio Cervantes. Y quiero resaltar un punto en particular, porque me parece hermoso, cuando el Escritor habla acerca del destino: el destino que el Poeta acepta y cumple irremediablemente. Porque no tiene una vía de escape, ni siquiera la busca ya que «se trata de algo fatal, hermosamente fatal».

HAMLET

William Shakespeare
(Inglés, 1564-1616)

ACTO TERCERO 
ESCENA I
Galería de Palacio.

(Entran el Rey, la Reina, Polonio, Ofelia, Rosencrantz y Guildenstern.)

REY.—¿Y a través de circunloquios no podéis averiguar por qué afecta ese trastorno y se crispa el sosiego a tal extremo con su demencia destemplada y peligrosa?
ROSENCRANTZ.—Reconoce que se siente perturbado, mas no hay modo de que diga por qué causa.
GUILDENSTERN.—Ni parece que se deje sondear: cuando queremos llevarle a que revele su estado verdadero, rehúye la ocasión con su locura fingida.
REINA.—¿Os acogió bien?
ROSENCRANTZ.—Como todo un caballero.
GUILDENSTERN.—Y, sin embargo, muy forzado.
ROSENCRANTZ.—Se resistía a conversar, mas respondió a nuestras preguntas sin reservas.
REINA.—¿Le animasteis con alguna distracción?
ROSENCRANTZ.—Señora, sucedió que, de camino, dejamos atrás a unos actores. Le hablamos de ellos y, por lo visto, se alegró con la noticia. Ahora ya se encuentran en la corte y creo que tienen el encargo de actuar esta noche en su presencia.
POLONIO.—Muy cierto, y me ha rogado que suplique a Vuestras Majestades que asistáis a la función.
REY.—Con toda el alma, y me complace sumamente que esté con ese ánimo. —Caballeros, alentadle un poco más y seguid llevándole hacia estas diversiones.
ROSENCRANTZ.—Sí, Majestad.

(Salen Rosencrantz y Guildenstern.)

REY.—Querida Gertrudis, déjanos tú también, pues hemos planeado que venga aquí Hamlet para que pueda encontrarse con Ofelia como por azar. Su padre y yo mismo, legítimos espías, haremos de tal modo que, viendo sin ser vistos, podamos juzgar el encuentro con certeza y deducir de su conducta si lo que tanto le aqueja es realmente una afección amorosa.
REINA.—Te obedezco. —En cuanto a ti, Ofelia, me alegraría que la causa de la insania de Hamlet fueran tus encantos, como espero que, por el bien de los dos, tus virtudes le devuelvan al camino acostumbrado.
OFELIA.—Así lo espero, señora.

(Sale la Reina.)

POLONIO.—Ofelia, pasea por aquí. —Majestad, si os place, vamos a ocultarnos. —Tú lee este libro: tal muestra de recogimiento explicará tu soledad. —En esto no obramos bien: como prueba la experiencia, con el rostro devoto y el acto piadoso hacemos atrayente al propio diablo.
REY.—(Aparte.) ¡Gran verdad! ¡Qué duro latigazo a mi conciencia! La cara de una golfa, repintada de color, no es más fea con el afeite que se aplica que mis actos con mis falsas palabras. ¡Ah, qué pesada carga!
POLONIO.—Ya viene; retirémonos, señor. (Salen el Rey y Polonio.)

(Entra Hamlet.)

HAMLET.—Ser o no ser, esa es la cuestión: si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro. Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran las angustias y los mil ataques naturales herencia de la carne, sería una conclusión seriamente deseable. Morir, dormir: dormir, tal vez soñar. Sí, ése es el estorbo; pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal, es una consideración que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos? La conciencia nos vuelve unos cobardes, el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían de su curso y ya no son acción. —Pero, alto: la bella Ofelia. Hermosa, en tus plegarias recuerda mis pecados.
OFELIA.—Mi señor, ¿cómo ha estado Vuestra Alteza todos estos días?
HAMLET.—Con humildad os lo agradezco: bien, bien, bien.
OFELIA.—Señor, aquí tengo recuerdos que me disteis y que hace tiempo pensaba devolveros. Os lo suplico, tomadlos.
HAMLET.—No, no. Yo nunca os di nada.
OFELIA.—Mi señor, sabéis muy bien que sí, y con ellos palabras de aliento tan dulce que les daban más valor. Perdida su fragancia, tomad vuestros presentes: para el ánimo noble, cuando olvida el donante se empobrecen sus dones. Tomad, señor.
HAMLET.—¡Ajá! ¿Eres honesta?
OFELIA.—¡Señor!
HAMLET.—¿Eres bella?
OFELIA.—¿Qué queréis decir?
HAMLET.—Que si eres honesta y bella, tu honestidad no debe permitir el trato con tu belleza.
OFELIA.—¿Puede haber mejor comercio, señor, que el de honestidad y belleza?
HAMLET.—Pues sí, porque la belleza puede transformar la honestidad en alcahueta antes que la honestidad vuelva honesta a la belleza. Antiguamente esto era un absurdo, pero ahora los tiempos lo confirman. Antes te amaba.
OFELIA.—Señor, me lo hicisteis creer.
HAMLET.—No debías haberme creído, pues la virtud no se puede injertar en nuestro viejo tronco sin que quede algún resabio. Así que no te amaba.
OFELIA.—Mas me engañé.
HAMLET.—¡Vete a un convento! ¿Es que quieres criar pecadores? Yo soy bastante decente, pero puedo acusarme de cosas tales que más valdría que mi madre no me hubiese engendrado. Soy muy orgulloso, vengador, ambicioso, con más disposición para hacer daño que ideas para concebirlo, imaginación para plasmarlo o tiempo para cumplirlo. ¿Por qué gente como yo ha de arrastrarse entre la tierra y el cielo? Todos somos unos miserables: no nos creas a ninguno. Venga, vete a un convento. ¿Dónde está tu padre?[1]
OFELIA.—En casa, señor.
HAMLET.—Cerrad bien las puertas, que sólo haga el bobo allí dentro. Adiós.
OFELIA.—¡El cielo le asista!
HAMLET.—Si te casas, sea mi dote esta maldición: serás más casta que el hielo y más pura que la nieve, y no podrás evitar la calumnia. Vete a un convento, anda, adiós. O si es que has de casarte, cásate con un tonto, pues el listo sabe bien los cuernos que ponéis. A un convento, vamos, deprisa. Adiós.
OFELIA.—¡Santos del cielo, curadle!
HAMLET.—Sé muy bien lo de vuestros afeites. Dios os da una cara y vosotras os hacéis otra. Andáis a saltitos o pausado, gangueando bautizáis todo lo creado, y hacéis pasar por inocencia vuestros dengues.
Muy bien, se acabó; me ha vuelto loco. Ya no habrá más matrimonios. De los que ya están casados vivirán todos menos uno. Los demás, que sigan como están. ¡A un convento, vamos!

(Sale.)

OFELIA.—¡Ah, qué noble inteligencia destruida! Del cortesano, el sabio y el soldado, el ojo, la lengua, la espada. Esperanza y flor de nuestro reino, espejo de elegancia y modelo de conducta, blanco de observantes, y ahora destrozado. Y yo, la mujer más abatida, que gozó de la miel de sus promesas, veo ese noble y soberano entendimiento destemplado cual campanas que disuenan, esa estampa sin par de perfecta juventud perdida en el delirio. ¡Pobre de mí! Tener que ver esto, y no lo que vi.

(Entran el Rey y Polonio.)

REY.—¿Amor? No, por ahí no se encamina y, aunque fuera algo confuso, lo que ha dicho no es indicio de locura. Algo lleva en el alma que su melancolía está incubando y temo que al romperse el cascarón habrá peligro. Para evitarlo, como medida inmediata he decidido que parta sin demora hacia Inglaterra a reclamar el tributo que nos debe. Quizá la travesía, el cambio de país y de escenario consigan arrancarle de su pecho la inquietud tan arraigada, que no deja reposo a su cerebro y le saca de sí mismo. ¿Qué os parece?
POLONIO.—Le hará bien. Aunque yo sigo creyendo que la causa y fundamento de su mal es amor desestimado. —¿Qué hay, Ofelia? No nos cuentes lo del Príncipe Hamlet: lo hemos oído todo. —Señor, obrad como gustéis, mas, si os parece, después de la función, permitid que su madre, la reina, le inste a solas a que revele sus penas. Que sea clara con él. Yo, con vuestra venia, pondré mi oído al alcance de su plática. Si nada descubre, mandadle a Inglaterra o recluidle donde juzguéis conveniente.
REY.—Vigiladle. La locura de un grande no debe descuidarse.

(Salen.)

PAÍS DE NIEVE

 

«El tren salió del túnel y se internó en la nieve. (…)
El frío invadió el vagón. (…)
Ese frío, claro, pensó Shimamura.»

Es imposible no dejarse llevar por la pluma del premio Nobel Yasunari Kawabata; frases cortas, precisas, exactas y limpias. Mientras leía País de nieve me sentí transportada hacia lo más exquisito del Japón. En un párrafo el escritor dice: «fue como si oyera en su interior el silencioso sonido de la lluvia». Y puedo decir que esta música me acompañó hasta la última página.
Este año la editorial madrileña Quaterni publicó País de nieve en formato Manga. Mi hija es mángaka, está haciendo sus primeros pasos mientras termina sus estudios, y tuve la oportunidad de ver un anticipo de esta publicación. Me animo a decir, sin ser una experta en el tema, que los dibujos hacen honor a este clásico japonés.

 

Yasunari Kawabata 
(Osaka, 1899-Zushi, 1972)

Cuando Komako partió, Shimamura decidió dar un paseo por el pueblo. Una niña en pantalones de montaña y kimono tejido arrojaba una pelota contra un paredón cubierto de hiedra. Las casas eran todas al estilo antiguo. Indudablemente ya existían cuando los señores provinciales remontaban ese camino rumbo al norte. Las verandas eran profundas, los tejados toscos y los ventanucos de los pisos superiores, más anchos que altos, no tenían cristales sino papel y rudimentarias persianas enrollables de bambú.
La hierba al costado del camino era casi tan alta como los achaparrados paredones. En uno de ellos, de color terroso, crecían flores. Los ciruelos estaban en flor y cada fruta brotada de sus ramas parecía decorada por las hojas circundantes.
Yoko estaba arrodillada en una estera de juncos junto al camino, desgranando habas al sol. Los granos caían de la vaina como gotas de luz. Quizás ella no hubiera visto llegar a Shimamura por el pañuelo que le envolvía la cabeza. De rodillas, con los muslos tan separados como se lo permitían sus pantalones de montaña, canturreaba una canción que parecía el eco lejano de una tristeza sin dueño:

La mariposa, la luciérnaga, el grillo,
el saltamontes, la pulga y el tábano,
cantan en las colinas.

Shimamura había comprado una guía de las montañas mientras esperaba que saliera su tren en Tokio. Hojeándola, se enteró de que entre los picos había un sendero que unía los diferentes lagos y pequeños pantanos. A lo largo de él, informaba la guía, crecían flores alpinas de la más diversa variedad. Hacia allí se dirigió, acompañado de las siempre presentes libélulas, que planeaban morosamente sobre el agua e iban y venían entre las flores, tan diferentes de los molestos insectos de la ciudad como una nube de un charco de agua sucia. Sin embargo, cuando empezó a caer el sol y él se acercaba al bosque de cedros donde estaba el santuario, creyó que las libélulas evitaban internarse entre los árboles, como si temieran quedar atrapadas por esas sombras prematuras, cuando aún quedaba un rato de luz.
—Qué delicados son los seres humanos —había comentado Komako esa mañana, cuando se enteraron de la noticia de que había habido otro accidente en las montañas—. Los encontraron con los huesos hechos pulpa. En cambio, un oso puede caer desde una altura superior y no recibir el menor rasguño. Allí fue —y señaló en dirección de una de las cumbres.
Si el hombre tuviera el pelaje y la contextura de un oso, su vida sería bien diferente, había pensado entonces Shimamura. Sin embargo, era a través de esa piel tan delicada que se transmitía el amor. Y ahora, mientras miraba el sol caer detrás de las montañas, sintió una nostalgia inexplicable por la piel humana.
«La mariposa, la luciérnaga, el grillo», oyó que cantaba una geisha a la distancia cuando se sentó a cenar, temprano, con su guía como única compañera. El libro sólo ofrecía la más somera información sobre rutas, atracciones, hospedajes y costos, dejando el resto librado a la imaginación del lector. De esas mismas cumbres había bajado, en pleno estallido del verdor primaveral, cuando vio a Komako por primera vez. Ahora, que era el comienzo del otoño y de la temporada de montañismo, sintió añoranza de aquellas alturas en donde había dejado su huella. Si bien era un diletante que podía perder el tiempo allí como en cualquier otra parte, consideraba el montañismo un ejemplo flagrante del esfuerzo inútil. Y ése era precisamente el atractivo que ejercía sobre él: el encanto de lo irreal. (…)

(…) Esa noche llovió. Uno de esos chaparrones de otoño que llegan y se van sin dejar rastro.