«El tren salió del túnel y se internó en la nieve. (…)
El frío invadió el vagón. (…)
Ese frío, claro, pensó Shimamura.»
Es imposible no dejarse llevar por la pluma del premio Nobel Yasunari Kawabata; frases cortas, precisas, exactas y limpias. Mientras leía País de nieve me sentí transportada hacia lo más exquisito del Japón. En un párrafo el escritor dice: «fue como si oyera en su interior el silencioso sonido de la lluvia». Y puedo decir que esta música me acompañó hasta la última página.
Este año la editorial madrileña Quaterni publicó País de nieve en formato Manga. Mi hija es mángaka, está haciendo sus primeros pasos mientras termina sus estudios, y tuve la oportunidad de ver un anticipo de esta publicación. Me animo a decir, sin ser una experta en el tema, que los dibujos hacen honor a este clásico japonés.
Yasunari Kawabata
(Osaka, 1899-Zushi, 1972)
Cuando Komako partió, Shimamura decidió dar un paseo por el pueblo. Una niña en pantalones de montaña y kimono tejido arrojaba una pelota contra un paredón cubierto de hiedra. Las casas eran todas al estilo antiguo. Indudablemente ya existían cuando los señores provinciales remontaban ese camino rumbo al norte. Las verandas eran profundas, los tejados toscos y los ventanucos de los pisos superiores, más anchos que altos, no tenían cristales sino papel y rudimentarias persianas enrollables de bambú.
La hierba al costado del camino era casi tan alta como los achaparrados paredones. En uno de ellos, de color terroso, crecían flores. Los ciruelos estaban en flor y cada fruta brotada de sus ramas parecía decorada por las hojas circundantes.
Yoko estaba arrodillada en una estera de juncos junto al camino, desgranando habas al sol. Los granos caían de la vaina como gotas de luz. Quizás ella no hubiera visto llegar a Shimamura por el pañuelo que le envolvía la cabeza. De rodillas, con los muslos tan separados como se lo permitían sus pantalones de montaña, canturreaba una canción que parecía el eco lejano de una tristeza sin dueño:
La mariposa, la luciérnaga, el grillo,
el saltamontes, la pulga y el tábano,
cantan en las colinas.
Shimamura había comprado una guía de las montañas mientras esperaba que saliera su tren en Tokio. Hojeándola, se enteró de que entre los picos había un sendero que unía los diferentes lagos y pequeños pantanos. A lo largo de él, informaba la guía, crecían flores alpinas de la más diversa variedad. Hacia allí se dirigió, acompañado de las siempre presentes libélulas, que planeaban morosamente sobre el agua e iban y venían entre las flores, tan diferentes de los molestos insectos de la ciudad como una nube de un charco de agua sucia. Sin embargo, cuando empezó a caer el sol y él se acercaba al bosque de cedros donde estaba el santuario, creyó que las libélulas evitaban internarse entre los árboles, como si temieran quedar atrapadas por esas sombras prematuras, cuando aún quedaba un rato de luz.
—Qué delicados son los seres humanos —había comentado Komako esa mañana, cuando se enteraron de la noticia de que había habido otro accidente en las montañas—. Los encontraron con los huesos hechos pulpa. En cambio, un oso puede caer desde una altura superior y no recibir el menor rasguño. Allí fue —y señaló en dirección de una de las cumbres.
Si el hombre tuviera el pelaje y la contextura de un oso, su vida sería bien diferente, había pensado entonces Shimamura. Sin embargo, era a través de esa piel tan delicada que se transmitía el amor. Y ahora, mientras miraba el sol caer detrás de las montañas, sintió una nostalgia inexplicable por la piel humana.
«La mariposa, la luciérnaga, el grillo», oyó que cantaba una geisha a la distancia cuando se sentó a cenar, temprano, con su guía como única compañera. El libro sólo ofrecía la más somera información sobre rutas, atracciones, hospedajes y costos, dejando el resto librado a la imaginación del lector. De esas mismas cumbres había bajado, en pleno estallido del verdor primaveral, cuando vio a Komako por primera vez. Ahora, que era el comienzo del otoño y de la temporada de montañismo, sintió añoranza de aquellas alturas en donde había dejado su huella. Si bien era un diletante que podía perder el tiempo allí como en cualquier otra parte, consideraba el montañismo un ejemplo flagrante del esfuerzo inútil. Y ése era precisamente el atractivo que ejercía sobre él: el encanto de lo irreal. (…)
(…) Esa noche llovió. Uno de esos chaparrones de otoño que llegan y se van sin dejar rastro.