LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS

Julio Verne
(Francés 1828-1905)

Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club, vasto edificio levantado en Pall Mall, cuyo costo de construcción no ha bajado de tres millones.

Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta  para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado cocido sazonado por una «readins sauce» de primera elección, un «rosbif» escarlata de una torta rellena con tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y de un pedazo de Chéster, rociado todo por algunas tazas de ese excelente té que especialmente es cosecha para el servicio del Reform-Club.

A las doce y cuarenta y siete de la mañana, este gentlemen se levantó y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adornado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el «Times» con las hojas sin cortar y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del «Standard», que sucedió a aquél, duró “hasta la hora de la comida”, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo, si bien con la añadidura de «royal british sauce».

Media hora más tarde, varios miembros del Reform-Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de juego de mister Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falientin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados en aquel mismo club, que cuenta entre sus miembros las mayores notabilidades de la industria y de la banca.

-Decidme, Ralph- preguntó Tomás Flanagan-, ¿a qué altura se encuentra ese robo?

-Pues bien- respondió Andrés Stuart-, el Banco perderá su dinero.

-Al contrario -dijo Gualterio Ralph-, espero que se logre echar mano al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y de Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.

-Pero qué, ¿se conoce la filiación del ladrón?- preguntó Andrés Stuart.

-Ante todo, no es un ladrón, rió Ralph con la mayor formalidad.

– Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrae cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco?

-No- respondió Gualterio Ralph.

“-¿Es acaso un industrial?- dijo John Sullivan.

-El «Morning Chronicle», asegura que es un gentlemen.

El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía.

El suceso de que se trataba y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.

-A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, el subgobemador Gualterio Ralph se limitaba a responder que en aquel mismo momento el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres chelines seis peniques y que no se puede atender a todo.

Pero conviene hacer observar aquí- y esto da más fácil explicación al hecho- que el Banco de Inglaterra parece que se desvive por demostrar al público la alta idea que tiene de su dignidad. Ni hay guardianes, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la plata, los billetes, están expuestos libremente y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo mínimo acerca de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así, que hasta se llega a referir el siguiente hecho por uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas: en una de las salas del Banco en que se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, éste a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo obscuro, tardando media hora en volver a su sitio primitivo, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza.

Sin embargo, el 29 de septiembre las cosas no sucedieron completamente del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió y, cuando el magnífico reloj colocado encima del «drawing office» dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tenía más recurso que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas.

Una vez reconocido el robo con toda formalidad, agentes «detectives» elegidos entre los más hábiles fueron enviados a las puertos principales, a Liverpool, a Glasgow, a Brindisi, a Nueva York, etc., bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban, hasta adquirir las noticias que pudieran suministrar las indagaciones inmediatamente emprendidas.

Y precisamente, según lo decía «Morning Chronicle», había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de Inglaterra. Se había observado que durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por la sala de pagos, teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire distinguido. Las indagaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las señas de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los «detectives» del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Gualterio Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía.

Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía y se tomaba parte en pro y en contra de las probabilidades de éxito en la policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform-Club tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo cuanto que se hallaba entre ellos uno de los subgobernadores del banco.

El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, creyendo que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza. La discusión continuó por consiguiente entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart delante de Fianagan, Falientin delante de Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban pero, entre los robos, la conversación interrumpida adquiría más animación.

-Sostengo -dijo Andrés Stuart- que la probabilidad está en favor del ladrón que no puede dejar de ser un hombre sagaz.

-¡Imposible!- respondió Gualterio Ralph-. Sólo hay un país en donde pueda refugiarse.

-¡Tendría que verse!

-¿Y adónde queréis que vaya?

-No lo sé- respondió Andrés Stuart-, pero me parece que la Tierra es muy grande.

-Antes sí lo era… – dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando las cartas a Tomás Flanagan-. A vos os toca cortar.

La discusión se suspendió durante el juego. Pero no tardó en proseguirla Andrés Stuart, diciendo:

-¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido?

-Sin duda que sí- respondió Gualterio Ralph-. Opino como mister Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más rápidas.

-Y que el ladrón se escape con más facilidad.

-Os toca jugar a vos -dijo Phileas Fogg.

Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida:

-Hay que reconocer que habéis encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses…

-En ochenta días tan sólo -dijo Phileas Fogg.

-En efecto, señores -añadió John Sullivan -, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el «Morning Chronicle”.

De Londres a Suez por el Monte Cenis
y Brindisi, ferrocarril y vapores… … … … … … … … … … .7
De Suez a Bombay, vapores… … … … … … … … … … ..18
De Bombay a Calcuta, ferrocarril… … … … … … … … … .8
De Calcuta a Hong Kong (China), vapores… … … … .13
De Hong Kong a Yokohama (Japón), vapor… … … … .6
De Yokohama a San Francisco, vapor… … … … … … 22
De San Francisco a Nueva York, ferrocarril… … … … .7
De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril… … … ..9
TOTAL … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … ..80

-¡Sí, ochenta días! -exclamó Andrés Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta mayor-. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc.

– Contando con todo- respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no respetaba la discusion el whist.

-¡Pero si los indios o los indostanes quitan las vías!- exclamó Andrés Stuart ; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros!

– Contando con todo- respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió : Dos triunfos mayores.

Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:

-Teóricamente tenéis razón, señor Fogg; pero en la práctica…

-En la práctica también, señor Stuart.

– Quisiera verlo.

-Sólo depende de vos. Partamos juntos.

-¡Líbreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.

-Muy posible, por el contrario- respondió Fogg.

-Pues bien, hacedlo.” (…)

Fragmento del Capítulo III del libro: La vuelta al mundo en 80 días. 1872.

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